“Querido Michael: Tú solo me has visto unas cuantas veces […] Me alegró- de verdad, desencadenó en mí una gran felicidad- saber que tú, que aún eres tan joven, deseas hacer realidad un estilo de vida completamente propio, que te motivan el Ser (y no el Tener), lo Ideal (y no lo Material)… En definitiva, que aspiras a una forma de vida diferente”

Así comienza la primera de las 19 cartas que componen El Prado de Rosinka, una ¿novela? epistolar que retoma una tradición literaria bastante en desuso en el Siglo XX, salvo honrosas excepciones, pero que nos ha dejado historias tan vibrantes y eternas como Drácula de Bram Stoker, Cartas Marruecas de José Cadalso, Pepita Jiménez de Juan Valera o, más recientemente, El Color Púrpura de Alice Walker o El Jardin de las Dudas de Fernando Savater.

Gudrun Pausewang es el seudónimo de la escritora alemana Gudrun Wilcke, nacida en 1928 en un paraje remoto de la Bohemia Oriental que pasó lo 15 primeros años de su vida en una granja en mitad de la nada viviendo una vida alternativa, rural y de vuelta a los orígenes que su padre, agricultor con ideas propias, escogió conscientemente para criar a su familia.

Ese enclave era conocido en la zona como Rosinkawiese (El Prado de Rosinka)

Tía Elfriede es una mujer octogenaria que un buen día recibe una larga carta del nieto de una buena amiga que le expone su proyecto de abandonar los estudios para dedicarse a reconstruir una granja y marchar al campo dejando el modo de vida que conoce atrás. El motivo de la carta es pedirle consejo y guía para su proyecto, ya que Tía Elfriede  (pronto sabemos que se trata de la madre de la autora) vivió ese mismo sueño a principio de las años 20 del pasado siglo.

La novela reproduce las 19 misivas que Elfriede dirige a Michael donde se debate entre la ilusión de encontrar un alma gemela joven y con redaños, dispuesta a asumir el testigo y la posibilidad y el deseo de subsanar errores y alcanzar su propio sueño de vida, truncado por la guerra, y la petición de su amiga de trasmitirle cordura y mesura y disuadirlo de tirar por la borda sus posibilidades de futuro en la sociedad consumista, capitalista e hipertecnificada de donde el joven procede y en donde su familia espera que prospere y se desarrolle su talento.

El intercambio con Michael se convierte en una suerte de memorias de vida para Elfriede donde interactuan el amor a la naturaleza, la fuerza del deseo de una vida mejor, más libre y más auténtica, un análisis de la vida en términos de un muy actual ecofeminismo y la necesidad innata de cuidar de y de instruir a los más jóvenes desde un enfoque liberador en donde ofrecerles la experiencia y un análisis crítico de la misma junto con la templanza y la serenidad que da la ancianidad a la hora de domar el irrefrenable ímpetu irreflexivo de la primera juventud.

Un precioso y sincero relato que brilla finalmente como un canto a la esperanza y un alegato a favor de retornar al origen para emprender la búsqueda consciente de la felicidad.

Gertru Vargas

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